Imagen de la Virgen con el Niño de claro estilo virreinal, que presenta a María de pie, de cuerpo entero, en una equilibrada posición de “contrapposto” típicamente clásica, alzada sobre el creciente lunar que alude a la castidad, sosteniendo al Niño en sus brazos, tomando su manita en actitud cariñosa. Ambas figuras lucen coronas, como reyes de los Cielos, si bien la de María destaca en la composición por el halo de rayos que la rodea, también en oro y adornado con cabujones. Este cerco de rayos sigue modelos propios de la platería barroca española y americana, alternando rayos flameantes terminados en punta con otros rectos rematados por estrellas, con una cruz ornamentada, con crucero destacado, sobre el eje central. La composición es clara, sin elementos que distraigan al espectador: las figuras quedan en el centro, ocupando la mayor parte de la superficie pictórica aunque con bastante espacio en torno a ellas, evitando así el desequilibrio y la tensión espacial. María se sitúa sobre un rompimiento de Gloria sabiamente resuelto, a base de nubes escalonadas que se abren en torno a su figura, entre las que surgen rayos de luz divina. María viste ropas de colore simbólicos, como es habitual en el arte español e hispanoamericano del barroco: túnica blanca símbolo de pureza y manto azul (representación de los conceptos de verdad y eternidad) y rojo (alusivo a la Pasión). El Niño aparece vestido con una túnica de un intenso color rojo, alusión velada a su futuro sacrificio, dramático destino que el autor pone en contraste con la inocencia y despreocupación infantiles.
Pintor nacido en Tenerife en 1696, fray Miguel de Herrera desarrolló la mayor parte de su carrera en México. Tomó el hábito agustino en 1712 en el Monasterio del Espíritu Santo de Tenerife, y fue probablemente allí donde desarrolló su formación artística, en compañía de otros artistas del monasterio como fray Miguel Lorenzo. No obstante, será un pintor eminentemente virreinal en su lenguaje artístico. En 1719 llega a Nueva España, donde pasará a estar adscrito a la provincia del Santísimo Nombre de Jesús, de la Orden de San Agustín. En sus obras, algunas firmadas y fechadas, hizo constar su condición de fraile agustino, tal y como aquí vemos. Herrera pasó el resto de su vida en México, si bien pudo haber mantenido contacto con las Canarias a través de su orden y de su familia. Herrera perteneció a la Academia de Pintura de México desde 1753, año de la fundación de dicha institución. Su actividad está documentada hasta 1765, y su producción se compone principalmente de obras de temática religiosa, si bien también podemos encontrar retratos como el de Sor Juana Inés de la Cruz. Actualmente se conservan obras de su mano en la Ermita de San Amaro del Puerto de la Cruz, la iglesia de la Concepción de Santa Cruz de Tenerife y en la sede del Consejo Consultivo de Canarias y, fuera de las islas, en el Museo de Arte de Philadelphia, el de Arte Colonial de Morelia (México), el Figge de Chicago, las colecciones del Banco Nacional de México y Andrés Blastein, el Museo Soumaya de Ciudad de México y en diversos centros religiosos mexicanos, entre ellos la iglesia de Santa Catarina, en el Estado de México, para la cual Herrera realizó un retablo mayor compuesto por seis pinturas.
Recientemente se ha podido confirmar que Miguel Melchor de Herrera nació en San Cristóbal de la Laguna en 1696 y no en Nueva España como tradicionalmente se pensaba ya que desarrolló la mayor parte de su carrera en Méjico. En 1712 tomó el hábito agustino en el monasterio del Santo Espíritu y fié allí donde comenzó el oficio de pintor junto a su maestro fray Miguel Lorenzo, no obstante no será hasta su llegada en 1719 a Nueva España cuando su producción pictórica comienza a ser relevante por lo que puede considerársele sin lugar a dudas como un pintor virreinal. Su catálogo es esencialmente religioso, centrándose especialmente en los temas marianos con varias series de la vida de la Virgen que le valieron el reconocimiento para que a partir de 1753, año de su fundación, pasara a formar parte de la Academia de Pintura de Méjico.
La Inmaculada con Niño que aquí presentamos, firmada como es habitual en él haciendo constar su condición de monje agustiniano así como el lugar y fecha de su creación (Vera Cruz, 1757), es característica de su producción mariana. Se nos representa la Virgen de pié sobre la luna en cuarto creciente y sosteniendo al Niño, rodeados ambos por un luminoso rompimiento de Gloria. El fraile continua con la tradición barroca española en la iconografía con la que presenta la imagen de la Inmaculada, tradición que continúa también en la elección de los colores para vestir a la madre de Dios: el blanco y el azul, símbolos de pureza, salpicados éstos de flores que le otorgan ese carácter aniñado o naif al conjunto tan característico de la pintura colonial. El Niño se viste de un rojo vivo como anuncio de la Pasión curando así un vistoso conjunto típico del barroco novohispano.